“The Confessions of Lt. Calley” [Las confesiones del teniente Calley]
Un año después de las primeras revelaciones de la masacre de My Lai de 1968, la portada de esta “revista para hombres” mostraba en su número de noviembre de 1970 a un sonriente teniente William L. Calley con uniforme militar rodeado de cuatro niños, en apariencia de Indochina, similares a aquellos asesinados por él y la unidad del ejército que comandaba durante la guerra de Vietnam.
Transcripción
LAS CONFESIONES DEL TENIENTE CALLEY
«…Las leyes civiles son crueles, ¿qué no será la guerra?»—Timón de Atenas
1 DE NOVIEMBRE DE 1970
WILLIAM L. CALLEY JR.,
JOHN SACK
Me gustaba Vietnam del Sur. Sabía que allí me podían matar, pero también que podía estar más vivo que en Estados Unidos. En Vietnam había que aprovechar cada momento y vivirlo. Por ejemplo, si había un par de latas de raciones C para cenar, podía sentarme y decir: «Dios, qué malo está esto» o podía coger unas guindillas o unas cebollas, que crecen de forma silvestre en Vietnam, y hacer una comida de gourmet. Era más lento, sí, pero me hacía más ilusión preparar una lata de raciones C a que me dieran de comer en la boca en un restaurante de Atlanta. O que me invitasen a una casa vietnamita, por ejemplo. No me gustaba la comida (apenas podía comerla), pero era una experiencia, cosa que no es una fiesta.
Empecé a sentir que pertenecía aquí. Puede parecer ridículo que lo diga. ¿Por qué iba a comprometerse alguien con Vietnam del Sur? Bueno, ¿por qué iba a comprometerse alguien con Dakota del Sur? ¿Por qué se hace alguien fontanero? ¿O por qué era Einstein profesor? Yo solo sabía: «Esto no va bien. Soy un oficial americano, pero pertenezco a Vietnam del Sur». Para un soldado, un viaje a Vietnam suele durar 12 meses, pero yo lo amplié otros seis en noviembre de 1968 y estuve a punto de ampliarlo otra vez en mayo de 1969. Fue entonces cuando me llamaron del cuartel general y me dijeron que había una orden de traslado de mi departamento. Decía:
Calley, William L. Jr., número de servicio, etc. Unidad, etc. DEROS Vietnam, 30 de mayo de 1969. Traslado a la Escuela de Guerra CBR, Fort McClellan, Alabama. Asignación provisional, tres días, oficina del inspector general, Washington, D.C. Leer instrucciones especiales más abajo.
Estas decían:
Contactar inmediatamente con la oficina del inspector general, Washington, D.C., al llegar a CONUS.
Lo primero que pensé fue que iría a una escuela de guerra química, biológica y radiológica en Fort McClellan, Alabama, y que sería asignado a la división del Inspector General (había sido sido investigador de seguros como civil). Supuse que pasaría tres días en Washington para que me informasen de todo.
El funcionario dijo: «¿O quieres seguir en Vietnam?».
Yo dije: «No sé. Déjame pensarlo».
Él dijo: «Vale, parece que ha habido un error con las órdenes. Dice que tienes que irte el 30 de mayo». Era 30 de mayo. «Debe de ser el 30 de junio».
Yo dije: «No hay prisa». Incluso bromeé con mi comandante más tarde ese día. Le dije: «Me voy a casa hoy. Será mejor que haga las maletas».
Él dijo: «¡Y una mierda de ballena! ¡Usted no va a ninguna parte!».
Siete días más tarde fui a la oficina. Al principio el sargento me preguntó: «¿Pero qué coño ha hecho, teniente?».
Yo dije: «¿Qué pasa?»
Él dijo: «No lo sé, pero la división está que arde. ¿A quién ha cabreado, teniente?».
Cogí el jeep del sargento primero y volví a la División. Les pregunté: «¿Qué pasa?».
En la División me dijeron: «No lo sé, pero el Pentágono ha dicho que las órdenes son correctas». Y me dieron mis órdenes, mi expediente y mi billete de avión a Washington. ¡Para un avión que salía en 60 minutos!».
«¿Quiere decir que me han traído desde Vietnam solo para decirme…?» Me parecía la tontería más grande que había oído. Asesinato…
Hice una mochila corriendo y di un beso en la frente a la chica de la limpieza. Le dije: «Volveré enseguida».
Ella dijo: «No, no, no. No volverás».
Dije: «Volveré enseguida» y me subí en un avión en Camranh Bay. Facturé, pedí un bourbon en el club de oficiales, y de repente aparecieron dos policías militares gritando: «¡Teniente Calley! ¡Teniente Calley!» Me subí a un avión (supongo que dejé fuera a algún pobre soldado que quería irse de verdad) y a la mañana siguiente estaba en Washington. Pensé que me iban a dar una medalla o algo. Era muy misterioso.
En la acera de enfrente del Smithsonian estaba la oficina del Inspector General, y allí me presenté. Ahí es cuando me di cuenta de que algo no iba bien. Nadie dijo nada más que «Siéntese aquí», «Siéntese allí» y «Ahora estoy con usted, teniente Calley». Por fin un coronel, un hombre grande, diría que de 1,90 (yo mido 1,60 y no se me da bien calcular alturas) me llevó a otra habitación. Parecía incómodo al presentarme a unos y otros. «Es un taquígrafo de tribunal, va a tomar nota de todo lo que se diga aquí».
«Ah, muy bien. ¿Qué está pasando?».
«Siéntese, teniente. Es una investigación oficial para uso personal del jefe de Estado Mayor ¿Quiere un abogado?».
«¿Le importaría decirme que está pasando? O sea, ¿necesito un abogado?».
«Eso depende de usted. ¿Cree que necesita un abogado?».
Creo que golpeé la mesa del coronel. «¡Oiga, estoy cansado! ¡Acabo de llegar! ¿Qué coño está pasando?».
«Siéntese, teniente. Tiene que ver con las operaciones del 16 de marzo de 1968 en el pueblo de My Lai 4. Cuando concluya la investigación puede que sea…» No, dijo el coronel: «Podría ser acusado de asesinato».
«¿Quiere decir que me han traído desde Vietnam solo para decirme…» Me parecía la tontería más grande que había oído. Asesinato…
«Bueno, ¿quiere un abogado?».
«¿Cree que debería tener un abogado?».
«Sí, yo tendría un abogado». «Tendré un abogado». Y en un minuto tenían un abogado para mí. Un capitán.
El coronel dijo: «Tengo algunas preguntas para usted».
«Bueno, dispare».
El abogado dijo: «No creo que deba contestarlas».
«¡Responderé a lo que sea!».
El abogado dijo: «Tenga cuidado. Puede ser acusado de asesinato».
«¿Es grave?»
El abogado me miró de una forma un poco rara. Contestó: «Sí. Puede ser condenado a pena de muerte por asesinato».
«Es grave, entonces». No me habían informado por la gravedad del asunto. Asesinato, qué cosa más ridícula. Pensé que volvería a Vietnam del Sur si quería. Mañana, incluso. Dije: «Por lo que dice este abogado, coronel, tiene que colgar a alguien por algo, ¿no?».
Él dijo: «¡No, no! ¡Esto no cosa mía! ¡Es cosa del jefe de Estado Mayor!».
Yo dije: «Dígale esto al jefe de Estado Mayor: si puedo ayudarlo con asuntos tácticos o informes posteriores a las actividades, cualquier cosa en la que la cagamos, lo haré con gusto. Pero si está buscando colgar a alguien, no quiero hablar del tema».
Estaba enfadado. Me fui al hotel (estaba en una casa de acogida) muy dolido ese día. No lo entendía. Seguía dándole vueltas. Pensaba: Tiene que haber algo aquí, algo raro. ¿Qué he hecho mal? La guerra está mal. Matar está mal. Eso ya lo sabía. Pero eso es lo que me pidió mi país que hiciera. Estaba allí sentado y no daba con la clave. Intenté imaginar a la gente de My Lai, pero no me preocupaba. Cumplí mi misión allí. Encontré al enemigo y me enfrenté a él. No había otra manera de hacerlo. La gente que me estaba acusando era la gente que me había enviado a My Lai, el pueblo de Estados Unidos.
Entonces, supongo que me asusté. Pensé: ¿Y si el ejército tiene razón? ¿Y si todo el mundo piensa que soy un asesino? Me daba miedo pensarlo. Tuve miedo hasta que llegué a Fort Benning, en Georgia.
No a Fort McClellan, Alabama. Un coronel de la oficina del Inspector general me envió allí. «Tiene más posibilidades en Benning», me dijo el coronel. Todo allí es militar y yo tendría un tribunal militar de oficiales de combate. Si no estuviste en combate en Vietnam, no puedes entender lo que tuve que hacer. Tú dirías que un VC es un hombre que lleva un arma y describirías lo que es un civil así: «Alguien que tiene una casa, que va a trabajar todos los días, que vuelve a casa a cenar, que tiene una edad entre el nacimiento y la muerte, y todo lo que piensa es bueno. Un civil». Pero si has estado en combate… Bueno, un oficial de combate sabe que no se puede decir simplemente: ¿Hay algún VC por aquí?». Muchos enemigos son personas a los que en Estados Unidos llaman civiles. En Benning, la posibilidad de que un oficial del jurado de un tribunal militar hubiese hecho exactamente lo mismo que yo es mayor que en Fort McClellan o Fort Houston, Texas, donde lo único que hay son Wacs y médicos.
De hecho, llevo un año en Benning (en junio de 1970) y todavía no he conocido a ningún oficial que esté en mi contra. Cuando un oficial ve que pone CALLEY en el bolsillo de mi camisa, me suele decir: «Te vi en la tele el otro día. Tienes buen aspecto» o «Yo te apoyo» o «Estoy contigo». Me pasaba todos los días en el club de oficiales, en la oficina del comandante de puesto y en el economato.
«Estoy contigo».
«Gracias».
«¿Cómo puedo ayudarte?».
«Gracias. Me ayudas solo con apoyarme».
Trabajo en la oficina del subcomandante. Supongo que preguntaron a todo el mundo: «Eh, ¿puedes darle un trabajo al teniente Calley? Mantenlo ocupado». Y me asignaron como ayudante del subcomandante. No tengo mucho que hacer. Suelo llegar a las ocho al trabajo con un «¡Buenos días, señora Peterson!». Es la secretaria del subcomandante. Nos tomamos un café y nos preguntamos: «¿Qué tal tus hijos?», «¿Qué tal tu novia?», ¿Qué tal…?», etc., hasta que nos ponemos con The Columbus Inquirer y The Atlanta Journal. Estoy harto de las portadas, así que suelo pasar a B.C., Peanuts y Snuffy Smith. Y a Ann Landers. La secretaria y yo leemos a la vez la página del horóscopo, y otra cosa más de la que hablar. Si estoy trabajador, a lo mejor contesto algunas cartas. Me han llegado unas cinco mil. Unas diez de ellas son despectivas, en plan: «¡Eres un hijo de puta!», «¡Nuestros hermanos y hermanas murieron en My Lai!», «¡Espero que te condenen!». Las otras… bueno. Hay un montón de cartas que dicen: «Dios, ¿por qué se meten contigo? Yo también estuve en Vietnam, y un día…». No lo repetiría, pero en el ejército ya hay problemas. He recibido cartas como:
Serví en Corea desde junio de 1953 hasta agosto de 1954. Me han contado muchos incidentes similares.
Soy un marine retirado. Serví a Dios y a la patria durante 20 años. Estuve en dos operaciones en Corea en las que se mató a mujeres y niños.
En 1943, 1944, 1945 y 1946, fui teniente primero de la 45.ª División de Infantería. Fui testigo de muchos incidentes similares al caso por el que te tienen retenido.
Serví en combate en la guerra alemana. Mis compañeros y yo matamos a soldados enemigos, civiles y niños. Las Reglas del marqués de Queensberry no prevalecen en la guerra.
Durante mi servicio en África teníamos órdenes de disparar a los árabes para que no se llevasen nuestra ropa.
Recibí la orden de sellar una cueva en la que se escondía una madre con sus once o doce hijos. Esto ocurrió en 1944 en la isla de Ie Shima.
En Okinawa vi a hombres lanzar granadas contra mujeres y ancianos. Pensaban: qué más da, son el enemigo.
¡Qué coño! Estoy seguro de que se podría hablar de un número incalculable de personas en todas partes que murieron intentando liberar una ciudad. Es inevitable.
Hace muchos años tuve un pelotón, e íbamos por los pueblos haciendo lo mismo que tú y tus soldados.
Es más, llegué a recibir una carta de un coronel retirado de la guerra de Cuba. Tenía una buena letra, sin faltas de ortografía, era perfecta. El coronel decía que los españoles encerraban a la gente en campos de concentración, y el gran padre blanco de Washington dijo: «¡Vamos a salvaros!». Así que allá fuimos a caballo. Atacamos, destruimos, vapuleamos a los españoles y metimos a la gente en campos de concentración. El coronel decía que habían muerto a miles.
He recibido cartas y cartas en las que me dicen: «Por favor, venga a visitarnos» o «Venga a cenar en Navidad» de Georgia, Louisiana, Texas, Nueva York, Ohio, Nebraska, Oregon. Es halagador. He recibido cartas de John Birchers y la Legion Estadounidense, y la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color y la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. Todos preguntan: «¿Cómo podemos ayudar?». He recibido llamadas de sitios como Londres. Me asustaba que al ir a la compra en Georgia alguien me preguntase: «¿Es usted el teniente Calley? Pum», y me diese un puñetazo, pero… La primera vez que me pasó fue en una tienda de Miller’s en Columbus. Fui con mi novia a comprar una lata de pintura roja para mi lancha y un señor me dijo: «¿Es usted el teniente Calley?». Yo pensé: «Le haré frente», y mi novia se dio la vuelta y se puso a pasear por la tienda.
Respondí: «Sí, soy el teniente Calley». Me dijo: «Estoy de acuerdo con usted, teniente. Estoy con usted hasta el final. Es horrible que el ejército llame asesinato a algo que pasa todos los días. ¡Yo sé lo que es la guerra! Estuve en la Segunda Guerra Mundial y en Corea. Tengo suerte de no haber sido juzgado en Corea».
Contesté: «Gracias. Gracias. Gracias. Tengo que irme». Porque lo que consiguen las cartas, las llamadas de teléfono y la gente es avergonzarme. Me halaga, pero me avergüenza. Qué puedo decir cuando un señor me dice: «Estoy de acuerdo con usted». Aún no sé si estoy de acuerdo con él. No sé si estoy de acuerdo conmigo. A lo mejor la misión de My Lai fue un error. Dios, ni siquiera sé si Mary hizo bien en darse la vuelta aquel día. Me duele que mi novia haga como que no viene conmigo, pero tampoco es que yo demuestre mucha fe en mí mismo. Un día vinieron sus padres y les dije: «Hola, soy Rusty Calley». Y no pasó nada. Nunca pasa nada si no digo: «Soy el teniente primero William L. Calley Jr. de My Lai». Así es como me conoce todo el mundo. Mi segundo apellido es My Lai. Pero a los padres de Mary les dije: «Hola, soy Rusty Calley. Me han hablado mucho de vosotros. Me alegro de conoceros».
Su padre dijo: «Hola. Rusty. Te están pasando un montón de cosas. Ese teniente Calley…».
Mary dijo: «Sí».
Su padre dijo: «¿Estás lo bastante lejos de él, verdad, Mary? ¿Estás a salvo?».
Mary dijo: «Sí. Él vive en Fort Benning».
Yo me fui a la cocina a por otra ronda de güisquis. Pensé: «Esto no está bien. Si su padre se entera, se angustiará», pero no sé si Mary hacía lo correcto. No sé si soy alguien con quien no se debería relacionar. Si el ejército me declara culpable de 102 asesinatos premeditados, se abrirá la veda contra mí. ¿La perseguirán por estar conmigo? No lo sé, pero no se lo impondré si ella no quiere. Mary es un nombre falso que me pidió que utilizase.
Mi abogado civil me decía que no pareciese demasiado alegre, que no actuase como si acabara de ganar un premio, y mi abogado militar, que estuviese triste, como si me estuviesen torturando.
Mi propio padre me apoya tanto que me hace sentir incómodo. Cree que soy un buen chico, que tengo toda la razón, y que si alguien dice algo despectivo contra mí, deberían meterlo en la cárcel. «He escuchado a fulano en televisión y deberían meterlo en la cárcel». De hecho, no creo que mi padre haya escuchado de verdad a fulano, ni a mí tampoco, pero lo está pasando muy mal con todo esto. Hay gente de la prensa, la radio y la televisión fuera de su tráiler en Miami día y noche. Mi madre no vive, pero las cámaras de televisión abordaron a mi hermana una vez en en instituto de Hialeah: «Caroline, ¿qué te parece que tu hermano matase a toda esa gente en Vietnam del Sur?» Vaya pregunta para una niña de catorce años. Mi hermana se puso a llorar y les dijo: «No creo que lo hiciese». Dios, qué vergüenza. Me sentí como un cabrón asqueroso. Le estaba haciendo daño a mi hermana, y no podía evitarlo. Me gustaría haberle cogido la mano y haberle dicho en voz baja: «Vámonos». Ella y mi padre tuvieron que mudarse a otra ciudad al final. Tuvo que cambiarse de instituto.
Fue un auténtico trauma para ella. No tengo que suponerlo. Cuando entro en un restaurante, oigo a la gente decir: «¡Es el teniente Calley!», «¿Dónde?», «¡Ahí!». Me da miedo pisar a Mary y que dé un grito, y yo dé un salto, y ella golpeé a la camarera, y se me caiga un plato de sopa de tomate encima. Estoy exagerando, pero tengo miedo de avergonzar a la gente que viene conmigo. Me da vergüenza cuando me enfocan las cámaras de televisión. Pienso: «Llevo un botón desabrochado», «Tengo espinacas entre los dientes». Lo peor fue una vez en el Pentágono con el Comité de Pares. La ABC, la NBC y la CBS estaban allí, además de cien periodistas con Kodak o lo que usen. Todos me empujaban y me gritaban: «¡Anda más despacio! ¡Anda más despacio!». Había recibido un montón de cartas que decían: «No pierdas el sentido del humor. Tú sonríe». Pero mi abogado civil me decía que no pareciese demasiado alegre, que no actuase como si acabara de ganar un premio, y mi abogado militar, que estuviese triste, como si me estuviesen torturando. De hecho, estaba bastante contento ese día. Siempre había querido ver el Pentágono por dentro. Alguien de mi clase me había escrito: «Cuando estés en Washington, pásate». Y esperaba cenar con ella, su marido y sus tres hijos. Sabía que no me preguntaría por lo de de My Lai y no tendría que pasar el trago de contestarle: «No puedo hablar del tema». Casi tenía que lamentar todas esas invitaciones a Georgia, Louisiana, Texas y otros lugares de Estados Unidos.
En cualquier caso, estaba dentro de una limusina en Washington y veía las cámaras de televisión y los periodistas en las escaleras del Pentágono. Bromeé con uno en la limusina: «Madre mía, debe de haber algún desfile. ¿Crees que elegirán reina?» Después salí y me abrí paso entre los micrófonos, etc. Creo que el primero fue un corresponsal de la NBC o la CBS.
«¡Teniente Calley! ¿Mató de verdad a todas esas mujeres y a todos esos niños?».
«¡Teniente Calley! ¿Qué se siente al matar a mujeres y niños?».
«¡Teniente Calley! ¿Le da pena no haber podido matar a más mujeres y niños?».
«¡Teniente Calley! Si pudiese volver hoy a matar a más mujeres y niños…».
Conseguí llegar hasta el Pentágono. Me acogí a la Quinta Enmienda en el Comité de Pares y le dije a un coronel: «No me importa volver a pasar entre toda la gente otra vez». Salimos por la sala del conserje y por otra puerta.
No me sorprendería despertarme un día como un idiota que balbucea. No me va a sorprender. Me siento como si estuviese en un carnaval y todo el mundo me tirase tartas. Hoy decían en Playboy que se va a cuestionar mi equilibrio psicológico y que me llamarán loco criminal. Bueno, yo mismo estoy empezando a cuestionar mi equilibrio psicológico. Ahora tengo un servicio de atención telefónica y una secretaria, y me pregunto: «¿Este soy yo de verdad?». Me siento en la oficina del subcomandante con mil cartas y viene un capitán: «¿Qué haces?». Dios, que qué hago. Estoy firmando autógrafos. Me han escrito doscientas personas: «He incluido un sobre con mi dirección y una portada de la revista Time. ¿Puedes firmármela?». Dios, no tengo ni la más remota idea de por qué quieren eso. ¿Para colgarlo al lado de Hitler? ¿O al lado de Santa Claus? Me siento como si caminase por un vendaval y hubiese, literalmente, mil trozos de papel arremolinándose a mi alrededor.
En serio, me volvería loco si no pudiese dejar de ser el teniente Calley de vez en cuando. Si siento que «estoy dando vueltas en una jaula batiéndome el cerebro y no puedo escapar», huyo a Atlanta o a Nueva York. Allí no me reconocen si no llevo un uniforme de oficial con una etiqueta en la que pone CALLEY o una camiseta con una foto de My Lai. Suelo llevar un traje de tres piezas y el pelo un poco más largo de lo que se lleva en el ejército. El Día de la Tierra recorrí veinte manzanas hacia el sur desde el centro de la Quinta Avenida y no oí ni un: «¡Es el teniente Calley!». Comí en Sardi’s, fui al Russian Tea Room, al Right Bank, a la Brasserie, al Plaza, al Algonquin y al Fountain Café en Central Park, y no me miró nadie, excepto una vez en Bradley’s, en Greenwich Village. Fue una chica que estaba sentada enfrente, en diagonal. Pensé: «Dios, me ha reconocido», pero solo era una prostituta que quería ofrecerme sus servicios. La mayoría de la gente cree que si no soy un monstruo grande y peludo con un M-16 colgado, no puedo ser el teniente Calley.
Así que me voy a Atlanta con un traje de tres piezas. Voy a ver todas las obras de teatro que pueda, como Hello, Dolly! Voy a ir a una galería de arte y voy a decir: «Eso es bonito» o «Eso es una mierda y, no me importa si se llama Mona Lisa». Yo soy así. Me pasa lo mismo con la música. Supongo que debería publicitar Stone Mountain, Georgia, pero me gusta más los ascensores exteriores del Hyatt House de Atlanta. Salen disparados hacia arriba en sus cápsulas y la gente grita. Es una fiesta. En abril fui a Nueva York y vi Hair y Oh! Calcutta!. Me encantó la música. Los desnudos no me escandalizaron. ¿Deberían? Aunque en Hair hay una escena vergonzosa que me ofendió mucho. Un actor se envolvió en una bandera de Estados Unidos como si fuese un trapo. ¡Se burló de ella! Cantó algo como «que jodan a la bandera americana» y la pisó, la arrastró, etc. Yo apretaba los dientes. Estoy orgulloso de mi país y odio que la gente haga cosas así contra él. Sí, Estados Unidos tiene muchos defectos. Ha cometido muchos errores. Hay demasiada pobreza en Estados Unidos. La guerra de Vietnam es ridícula. Pero no se me ocurre una manera mejor de hacerlo, y no voy a insultarlo. No voy a decir simplemente: «Es horrible». Creo que lo que tenemos hoy en día en Estados Unidos, con todos sus horrores, es lo mejor. ¿Qué habría sin todo eso? Caos.
Quizá si fuese presidente, podría cambiar las cosas. Hasta entonces, seré como todos los demás y acataré órdenes. Haré todo lo que el pueblo americano quiere que haga. Eso es que lo que es el ejército para mí. Es un cincel cuyo trabajo es mantenerse afilado y dejar que el pueblo americano lo utilice. Si el pueblo dice: «Id a arrasar Sudamérica», el ejército lo hará. No hay ninguna duda. La mayoría manda. Y si la mayoría me dice: «Ve a Vietnam del Sur», voy a ir. Si la mayoría me dice: «Teniente, ve y mata a mil enemigos», iré y mataré a mil enemigos. Pero no lo defenderé. No lo proclamaré. No seré un hipócrita. O a lo mejor eso es ser hipócrita, pero yo haré lo que me digan. No me rebelaré. Antepondré el deseo de Estados Unidos a mi propia conciencia siempre. Soy un ciudadano americano.
Me uní al ejército en julio de 1966. Me dedicaba a los seguros por aquel entonces. Investigaba si una casa de 100.000 $ era una casa de 100.000 $ o una chabola de 100 $. A veces inspeccionaba la casa de 100.000 $ con un cartel de NO HABITABLE inundada por dos metros de agua, hacía una foto y decía: «Casa inundada». Me dediqué a esto en Nueva Orleans, Houston y San Francisco (vivía más arriba de los hippies) hasta que de repente recibí una carta del centro de reclutamiento. Decía que no estaba en mi antigua dirección y que tenía que ir a Miami a explicar por qué. Vale, estaba harto de California de todas formas. Estaba un poco solo y empecé a recorrer el país hasta que en Albuquerque se averió la bomba de agua de mi Buick. Eso quería decir que yo estaba en la ruina también. Una bomba de agua nueva costaba 36 $, y una habitación de motel en Albuquerque, 8 $. No iba a conseguir llegar a Miami. Creo que me quedaban 4,80 $.
Al día siguiente fui al centro de reclutamiento de allí y dije: «Mi centro de reclutamiento me reclama. ¿Les escribo para decirles que necesito dinero?».
Él dijo: «No, los centros de reclutamiento no funcionan así».
Yo dije: «¿Qué voy a hacer?».
Él dijo: «Pues…».
Supongo que no había alcanzado el cupo ese mes. Un reclutador es un comercial como cualquier otro: su producto no es el más atractivo, pero hace lo que sea para venderlo. Este parecía un héroe de instituto americano. Medía 1,85 o 1,90. Tenía pósters de esos con una Wac y una enfermera del ejército detrás. Me dijo que debería alistarme.
«¿Qué puedo hacer en el ejército tres años?».
«Te encontraremos algo. ¿Tienes alguna preferencia?».
«Sí. Me gustaría ir a Miami y hablar con mi centro de reclutamiento».
«¿Te gustaría ser paracaidista?».
«¿Qué hacen?».
«Saltan de los aviones y…».
«¡No! Prefiero estar sentado todo el día en una oficina con aire acondicionado. ¿Ese de allí qué hace?».
«Es funcionario».
«Vale, seré funcionario».
«Vale». Y diez minutos después estaba en el Ejército de Estados Unidos.
No tenía recursos. No tenía nada contra el ejército. Me había criado con gente que me decía: «Servir es un trabajo como cualquier otro». Y creo que si te unes al ejército para cuestionarlo, te equivocas. Hice la formación básica en Fort Bliss, Texas, y fui a la escuela administrativa en Fort Lewis, Washington. En marzo de 1967, me fui a Fort Benning, Georgia, a la escuela Fort Benning para chicos. Así es como llamamos a la escuela de aspirantes a oficial. Tuvimos que aprender el alma mater el primer día:
De los márgenes del Chattahoochee
A las orillas de… trala… Troya
Se me olvida.
Se alza nuestra majestuosa alma mater
la escuela para chicos Benning.
Siempre adelante, nunca hacia atrás,
Al punto de embarque…
No la recuerdo. Llámalo acoso, pero en la escuela de aspirantes a oficial aprendí que si lo intento, puedo hacer casi cualquier cosa. La escuela me lo enseñó. Una vez corrí una carrera de obstáculos. Era un prisionero de guerra, supuestamente, y si no escapaba por una piscina de agua electrificada y un muro de tres metros y medio, moriría. Solución: me tiraron por encima. Cuatro candidatos me cogieron y me lanzaron. Me gritaron: «¡Hazlo, hijo de puta!», y me agarré al extremo del muro de tres metros y medio y lo conseguí. Hasta las fiestas de pogie-bait me dieron más confianza en mí mismo. Pogie-bait es cualquier cosa que no te sirva el gobierno en una bandeja de acero de un comedor del gobierno el personal del gobierno. La Coca-Cola, las golosinas, la pizza, los dulces o cualquier otra cosa en la escuela se llamaba pogie-bait y era totalmente tabú. Las fiestas de pogie-bait eran maravillosas. El castigo era muy duro, pero claro, si estabas en la escuela, lo probabas al menos una vez. Había que colar doscientas pizzas sin que te pillasen.
Llegamos a creer que iríamos a Vietnam y seríamos Audie Murphys. Correríamos a la choza, daríamos una patada a la puerta y dispararíamos una ráfaga. Mataríamos.
¿Cómo? Sacábamos la basura antes de que tocasen Taps. Y en cuanto tirábamos la basura, los papeles y todo, salíamos al encuentro de la furgoneta de pizza a domicilio y metíamos doscientas pizzas en los cubos de basura. Supongo que teníamos doce cubos para meter las pizzas en los barracones. Lo ridículo era que devorábamos las pizzas en cuestión de segundos (creo que el récord estaba en un octavo de segundo) y no las disfrutábamos. Ñam, fuera pizza, y formábamos frente a los barracones. Doscientas pizzas en una sala olían a pasta de cera Johnson, ni el desodorante lo disimulaba. Podía haber un oficial (lo más parecido en la escuela a un sargento) a kilómetros y decir: «¡Ahí hay pizza! Tendré que tomar medidas de inmediato». Si teníamos suerte, hacían una inspección y nos mandaban a todos la ducha. ¿Os habéis duchado alguna vez comiendo pizza? Es… bleh. Solíamos vomitar. Se te metía por la nariz y te llegaba a los senos de la nariz cuando estornudabas. Eso era cuando teníamos suerte, recuerda. Si no: «Te encanta la pizza, ¿no?, candidato Calley. ¿Por qué no la restriegas por las sábanas?». Y, por supuesto, eso es lo que hacía: restregaba la pizza por las sábanas y las almohadas para poder revolcarme en ella. O, a lo mejor: «Candidato Calley, a ese parece que también le encanta la pizza. ¿Por qué no le tiras un trozo?». Se refería a la cara, claro. Nos dejaban hacer peleas de pizza hasta que apestábamos a pizza. Las paredes se ponían perdidas, los suelos relucientes se echaban a perder. Nos tenían allí hasta las tres de la mañana: «Venga, se acabó la fiesta. Fuera luces». Ahí es donde empezaba el auténtico curso de confianza. Teníamos tres horas hasta el toque de diana para lavar las sábanas, limpiar las paredes, limpiar el suelo (y con limpiar me refiero a sacarle brillo) y lavarnos nosotros. ¡A oscuras!
En la escuela aprendimos algo que durante toda la infancia nos dijeron que era malo: a matar. Llegamos a creer que iríamos a Vietnam y seríamos Audie Murphys. Correríamos a la choza, daríamos una patada a la puerta y dispararíamos una ráfaga. Mataríamos. Tendríamos una buena media, un buen número de muertes. En la sociedad hoy en día todo es: «¿Cuántos miles?» «¿Cuántos millones?». Es una farsa. Es lo mismo que en la escuela: números. Lo único malo de la escuela es que nunca aprendimos que en Vietnam habría civiles amables por todas partes. En Saigón habría, eso seguro. En las áreas de seguridad los vietnamitas nos gritaban y nos aplaudían como los franceses en los vídeos de 1944. «¡Viva Estados Unidos!». Pero nosotros estaríamos en otra parte; estaríamos donde estuviese el VC. Nos martilleaban: «¡Estad atentos! ¡No bajéis la guardia! En cuanto penséis que no van a mataros, ¡zas! ¡En combate no hay amigos! ¡Todos son enemigos!». Oímos esto una y otra vez en la escuela. Yo me decía: «Actuaré como si nunca estuviese a salvo. Como si todo el mundo quisiera matarme. Como si todo el mundo fuese malo». De la escuela fui a Hawaii, a la Compañía Charlie, y todavía no me habían dicho nada de los pueblos amables. Durante todo el otoño invadimos playas y subimos a las montañas de Kahuku —las más altas, escarpadas y crueles—, las que utiliza el ejército para entrenar a la infantería, los antílopes, las cabras montañesas, todo. Aprendimos a atacar, a tomar campamentos base, a matar y a capturar al enemigo. Charlie estaba formado para la guerra. Éramos malos, éramos feos, pero nunca imaginamos que habría ancianos, hombres, mujeres, niños, bebés o civiles amables cerca. Nadie nos lo dijo nunca.
No, me equivoco. El día antes de que nos fuésemos todos a Vietnam, nos dieron una charla informativa: Vietnam, nuestro anfitrión. Debería saberlo, la tuve que dar yo. La compañía se colocó en medio círculo a mi alrededor. Yo dije: «¡Despertad! ¡Nos vamos a Vietnam! ¡Despertad! Nos vamos a Vietnam porque son nuestros anfitriones». Vaya farsa. Leí la lista de cosas que hacer y las que no hacer que nos había enviado el Pentágono. Cosas como… No lo recuerdo todo. No insultar a las mujeres. No asaltar a las mujeres. Y… Dios, está todo muy borroso. Cosas como que fuésemos amables.
Creo que le dediqué tres minutos a Vietnam, nuestro anfitrión. Lo hice mal. Ahora me doy cuenta de que tenía que haberlo hecho mejor.
A las cuatro en punto de la mañana siguiente toda la Compañía Charlie estaba en pie y esperando para: «¡Hombres, cargad los camiones!». Había piquetes en el aeropuerto de Honolulu, y no queríamos que nos tirasen piedras o nos diesen con los carteles de DETENED LA GUERRA o algo así. Supongo que era eso lo que decían los carteles de los piquetes, nos colamos por otro lado, por Pearl Harbor.
Fuimos a Vietnam con Pan American Airways. Aterrizamos el 1 de diciembre de 1967 en Danang, supongo, y reconozco que me comporté como un estúpido ese día. Pensaba casi: «Hoy mismo entraré en combate cuerpo a cuerpo». Y allí estaba de pie junto al camión como el arma más cruel, más magnífica y más peligrosa que existía. Tenía el arma abajo balanceándose y el casco bajado. Tenía hasta el ceño fruncido. Ahora lo veo, no podía haber impresionado menos a los vietnamitas. Nadie levantaba la vista ni me miraba. «¿Otro camión de soldados?» Pues muy bien. No les importaba lo más mínimo. ¡Vi hasta a una mujer vietnamita cagando al lado! Aún así sentía: «Hoy es mi gran día y estos son mis hombres. Somos duros y fuertes. Aquí está Charlie. Charlie a la carga». Y vamos a terminar esta maldita guerra mañana». Me sentía superior a esa gente. Pensaba: «Soy el americano del otro lado del mar. Puedo arrasar a esta gente». Pasamos la noche en Danang, y después la compañía se instaló doscientos kilómetros al sur, en la zona de aterrizaje de Carrington. Ahí estuvimos treinta días. Lo único que hicimos fue volar pozos vietnamitas, o al menos lo intentamos. Nuestro coronel estaba obsesionado con los pozos, pero no le decía al teniente por qué ni escuchaba cuando el teniente le decía: «Señor, no podemos destrozar pozos con TNT». Metía dentro nueve kilos de TNT, corría y… boom, te llovía todo encima. Y lo volvía a llenar.
Seguro que mis tropas pensaban: «¡Va a ser un año muy divertido!». De hecho, no disparamos con rabia durante los treinta días que pasamos en Carrington. Lo más probable es que no hubiese ni un VC cerca. Buscamos y destruimos hasta que no quedó nada que buscar y destruir. Fingimos durante treinta días. Practicamos en pueblos desiertos. Por ejemplo, vi una choza vacía y llevé a cabo mi primera misión de artillería. «Artillería, aquí Charlie Uno. Solicito… eh, una misión de fuego».
«Recibido. La enviamos».
«Posición… eh, 387602. Proximidad de fuerzas, amigas… eh, cuatrocientos metros. Acimut». Era nuevo y me puse un poco nervioso.
«Recibido. ¿Artillería en vivo?».
«Sí».
«¿Qué quieres?».
Supongo que dije algo estúpido como: «¿Qué tienes? ¿Chocolate? Fresa…». No, no dije eso en realidad.
«Batería uno, batería dos, batería tres…».
«Batería seis».
«Preparado». Cuando era candidato a oficial, una batería era un arma. Pero en Vietnam…
¡Boomboomboomboom! De repente el mundo se iluminó. Los árboles, la choza, el mundo volaba por los aires. Fue como un vídeo a cámara lenta de una bomba atómica. Sabía que todo el mundo lo estaría oyendo desde Estados Unidos. El presidente Johnson. El Congreso.
«Dios», dije. «Vas a volar todo Vietnam del Sur».
«Has pedido una unidad seis. Ahí la tienes».
Supongo que aprendí más en un mes en Carrington que en seis meses de manuales en la escuela. Por ejemplo, ¡hice mi primera emboscada! Pedí voluntarios, por supuesto, ya que era una misión en la que muchos de nosotros podíamos morir. Lo creía de verdad. Era un teniente segundo joven, recuerda. Creía que mataría a cien o doscientos enemigos entre el amanecer y la puesta de sol, y acabaría la guerra. No quería ir por la noche, eso sí, y convencí al comandante para ir durante el día. Aún así, no encontraba ningún lugar como los que había visto en la escuela para hacer una emboscada. Solo había viejos maizales vacíos. No había arbustos, no había árboles, no había ningún sitio para camuflarse, Dios. Miré por todas partes y tuve que preparar mi emboscada en un maizal por la noche.
Seguía avanzando y crujiendo. Me arrastraba, colocaba a cada soldado y le decía: «Silencio», pero yo seguía haciendo muchísimo ruido en aquel maizal. Creo que se me cayó el rifle una vez y tuve que buscarlo. Pensé: «Dios, estoy espantando a los búfalos de agua. Van a venir en hordas y me van a aplastar. Estoy despertando a todo el VC». Siempre nos decían en la escuela que lo fundamental en una emboscada era quedarse totalmente quieto. Llevar la cantimplora llena para que el agua no sonase. Claro, no caímos en preguntar: «¿Cómo bebemos, entonces?» Pero allí en Vietnam, si había un VC en diez kilómetros a la redonda, seguro que nos estaba escuchando y partiéndose de risa.
Era inocente, no llevaba ni un mes en Vietnam todavía. Les dije a todos: «¡Seguid despiertos! Van a llegar dentro de nada», y les di una palmada en la espalda. Sabía que el VC estaba cerca porque… bueno, estaba en Vietnam del Sur. ¡Había una guerra! Nuestro capitán, el capitán Medina… Medina no me enviaría a ningún sitio si no era para conseguir una buena cifra de muertos, ¿no? Él sabía lo que se hacía, y yo estaba emocionado. Estaba tenso. Sonaron pisadas de repente. Dije: «¡Vienen!».
«¿Teniente? ¿Teniente?». Era mi ametrallador. «¿Teniente? ¿Dónde está?».
«Estoy aquí».
«¿Dónde?».
«Estoy aquí».
«Señor, ¿puedo cargar la ametralladora ya?».
Pensé: «Dios». Me habían enseñado en la escuela a esperar hasta ahora para cargar la ametralladora por seguridad. «Sí, sí. Carga la ametralladora».
«Vale, teniente».
¿Alguien sabe cómo suena una M60 cuando la cargan? ¿Cómo suena toda esa munición? Primero hay un cling, cling, cling. Después un clang, clang, clang. Luego el sonido horrible del perno cerrándose… CLANG. Yo estaba ahí tumbado temblando. Dije: «¡Dios!» En la escuela no nos dijeron que esto iba a ser así. Nunca nos dijeron que lo peor de Vietnam sería el silencio. Un chico de la emboscada empezó a gritar de repente. ¡Aaah! ¡Aaah! Hijo de… «Ya sabéis, todo el número religioso. Un sofocón en toda regla. No sabía si le estaba apuñalando un VC o qué, pero corrí. Me dio sin querer con la camisa del uniforme. El soldado estaba de pie gritando y quitándose la ropa violentamente. Se estaba desnudando como un loco.
Le dije: «Hijo, ¿cuál es el problema?
«¡Estas malditas hormigas!».
«¿Qué malditas hormigas? ¿Dónde?».
«¡Por todas partes! ¡Las tengo encima!».
Estaba sentado en una emboscada con un tío cubierto de hormigas vietnamitas.
Lo mandé a otro sitio y me tranquilicé. Las diez en punto. Las once en punto. Y media noche. Estaba decepcionado y me enfadé. En la escuela nunca tuvimos que esperar tres horas. En la escuela el enemigo nos encontraba enseguida. Creo que empecé a odiar al VC entonces. No solo eran comunistas, además llegaban tarde, joder, no venían corriendo a mi zona de combate. Pensé incluso en llamar al capitán Medina. «¿Charlie Seis? Aquí Charlie Uno. Creo que hemos cometido un error, señor. Llevo tres horas esperando, y el VC no ha aparecido». Estaba deprimido, en serio, hasta que empecé a pensar: «Hemos hecho tanto ruido que el VC debe de saber que estoy aquí. Dios. Deben estar moviéndose sigilosamente. Y entonces me aterroricé y cogí la radio. Una de las dos opciones que tenía era llamar a Medina y decirle: «Señor, creo que el enemigo lo ha echado todo a perder. Voy a entrar». No pensé en la segunda opción hasta que agarré la radio y dije: «¡Charlie Cuatro! ¡Charlie Cuatro!» Ese era el pelotón de morteros. «Aquí Charlie Uno».
«Recibido, Charlie Uno. ¿Qué tienes?».
«Tengo una misión de fuego. Dame iluminación permanente».
«Recibido, Charlie Uno». A partir de ese momento tuve bengalas encima todo el tiempo. Destellos altos y amarillos. Nunca había visto nada igual. Podía ver a kilómetros alrededor y, por supuesto, cualquiera podía verme desde kilómetros alrededor. Hubo fogonazos durante una hora y media aproximadamente, hasta que… «Charlie Uno. Aquí Charlie Seis. ¿Qué coño está haciendo ahí?».
«Charlie Seis. Señor, es una noche oscura, esta lloviendo y…».
«Es imbécil. Es, sin lugar a dudas, el teniente segundo más estúpido sobre la faz de la Tierra».
«¡Sí, señor! ¡Lo sé, señor! ¿Qué debo hacer?». «Apagar las putas luces». Después el capitán le dijo al pelotón de morteros: «¿Charlie Cuatro? ¿Recibido?».
«Recibido».
Y cuatro horas más tarde salió el sol. La noche había sido una comedia de errores, pero no pasaba nada. No habíamos muerto. Habíamos sobrevivido y habíamos aprendido. Poco después, cuando llamaba a la artillería no decía siempre: «Posición… Proximidad… Azimut…» A veces decía. «Estoy aquí y quiero artillería allí. ¿Entendido?». Y me respondían: «Recibido». La segunda vez que tendí una emboscada supe cómo hacerlo. A partir de ese día, tendía emboscadas una noche sí y una noche no.
Ahí es cuando llegó la depresión. Después de la segunda, tercera, cuarta, quinta, décima emboscada, seguía sin tener a ningún VC a tiro. Había encontrado sitios perfectos para tender emboscadas. No podía mantener a mis tropas despiertas ni levantar los ánimos más tiempo. Entonces empezó la depresión. Me preguntaba: «¿Para qué tiendo emboscadas?». Tampoco me había encontrado con ninguna tropa del VC durante el día. ¿Para qué patrullo? ¿Qué busco? ¿Para qué voy cargado? ¿Para qué entrené durante seis meses? Charlie se formó para combatir. Charlie se formó para la guerra. Charlie estaba compuesto de soldados de infantería. ¡Queremos luchar!
La primera vez que nos encontramos con vietnamitas fue en Carrington. Había mil niños. Querían hacer negocio lavando ropa mientras hacíamos guardia en el puente de la carretera. Todos mis soldados los adoraban. Les daban caramelos, galletas, chicles, de todo. Yo no. No me fiaba de ellos. Me había prometido a mí mismo: actuaré como si nunca estuviese a salvo aquí. Me daban miedo los niños vietnamitas. Había oído historias de niños que habían puesto cosas en los tanques de gasolina o en las chozas de los soldados. También me daban miedo las prostitutas vietnamitas (llegaré pronto a ellas). Pero no, me daban más miedo los niños porque había miles. Y esos niños llevaban tiempo por allí. Lo sabían. ¿Qué nos puede hacer un soldado? Darles un azote era asaltar a un ciudadano vietnamita, y gritar… bueno, eso no dolía mucho. Mis órdenes eran que no hubiese ningún vietnamita en el puente. Llamaba por radio al coronel cuando venía su helicóptero: «Señor, hago lo que puedo para mantenerlos alejados». Una vez me echó la bronca el capitán Medina. Me estaba echando una siesta cuando alguien dijo: «Señor, el capitán está ahí fuera. Quiere hablar con usted». Pensé: «Qué coño quiere», pero fui hasta el jeep de Medina y le dije: «¿Sí, señor?».
Medina dijo: «Vuelva dentro. Vístase». Estaba desnudo, así que me enrollé una toalla.
«Sí, señor. ¿Qué pasa?».
«Hay niños por todo el puente».
«Señor, no puedo mantenerlos alejados día y…».
«¿Y usted es un oficial del Ejército de los Estados Unidos?».
«Sí, señor».
«¿Y no puede controlar a sus hombres?».
«Sí, señor…».
Lo que resultó no ser cierto. Porque los hombres adoraban a esos niños y no podía conseguir que no lo hicieran. No podía convencerles: son malos y nos van a hacer daño. Porque los niños nos ayudaban. Limpiaban los zapatos, hacían la colada, todo. Y nos prometían: «Yo amigo». Y nos vendían Coca-Cola. Nos enseñaban vietnamita. «Te quiero», «¿Dónde está el VC?», «¿Eres del VC?». Tenían mucha energía. Nunca he visto nada igual, solo en Vietnam. Mis tropas me decían: «¿Por qué quieres que lo dejen?» Dieciocho años en Estados Unidos y nadie me había dicho: «Yo amigo».
Así que le dije a Medina: «Sí, señor, puedo controlar a estos hombres». Yo saludé, Medina saludó, fui hacia donde estaban los soldados y les dije: «Uno de esos pequeños hijos de puta va a lanzar una granada un día de estos». Me volví al búnker y me eché a dormir. ¿Cómo puede un oficial hacer cumplir las órdenes? ¿Aplicándole a alguien un artículo quince? ¿Quitándole el galón de soldado de primera?
También había recibido órdenes sobre las prostitutas desde el cuartel general. Cuando las «chicas boom-boom» intentaban ofrecernos sus servicios, yo las espantaba del puente rápidamente (creo que espantar era la palabra). No debíamos relacionarnos con las chicas vietnamitas. Una madre podía responsabilizar al ejército o un congresista podía decir: «Este oficial consigue putas a sus soldados. Eso no está bien».
Le dije a mi pelotón lo que yo había oído. Dije: «Sois miembros del Ejército de los Estados Unidos de América y según las leyes de los Estados Unidos…». ¿Cómo lo decía? «La prostitución es ilegal. Y las prostitutas vienen a este puente aproximadamente a las 18:00…».
«¡Sí! ¡Que vengan las prostitutas!»
«Nadie», dije, «tiene que fomentar el negocio de las prostitutas. ¿Entendido?».
No, por supuesto. Asúmelo, la mayoría de los americanos, el americano medio busca sexo pagando, engañando, robando o como sea. ¿Qué puede hacer un oficial del ejército? ¿Anunciarlo? «Habrá chicas. Y estarán muertas de hambre. Y os dirán: “Mi madre, mi padre, mi hermana y mi hermano también se mueren de hambre”. Y lo van a vender. Si las tocáis, os vais a ganar un artículo quince. O un juicio sumario». Imagina que mandas a uno de cada dos hombres de tu pelotón a Leavenworth. De repente: «Dios, me quedan veinte hombres. Voy por ahí con la mitad de efectivos». Así que si un poco de sexo mantiene unido al pelotón, pues un poco de sexo tendrán.
Lo sabía. No puedo hablar con este hombre. O con esta mujer. O con este niño. No hablo su idioma. No conozco sus costumbres. Y aún así tengo que convencerle de que los comunistas son malos.
Al atardecer vinieron dos chicas boom-boom arregladas y maquilladas como si fueran a dios sabe dónde, con colorete y una capa de pote, la típica puta. Una chica de las chicas había perdido uno de loz dientez delanteroz y hablaba azí. Parecía aturdida, como si estuviese dando vueltas preguntando algo o buscando la matrícula del camión que la acababa de atropellar, no sé. Era una tía fea con pinta de boba. La otra era bastante llamativa, sin embargo. Llevaban un par de «dinks» o como se llamen esos sombreros de paja vietnamitas y una Honda de cincuenta para moverse. Un chulo con zapatos italianos conducía y le decía a los chicos: «Cuarenta dólares».
Los soldados intentaban actuar de forma natural, tranquilos. ¿Cuál es la palabra? Indiferentes. En plan: «Ya les gustaría que me acostase con ellas, puedo tener a la chica que quiera en Asia», pero se oía escándalo fuera y salí. Pregunté al sargento: «¿Dónde están los que vigilan el puente?».
Dijo: «Ahí, con las chicas boom-boom».
Yo dije: «Llévalos otra vez al puente». Y arruiné la fiesta. «¡Chicos! Lleváis un tiempo en la selva y estáis un poco cachondos, pero cuarenta dólares… No seáis idiotas». El chulo estaba enfadado. Los soldados habían estado montando en la Honda, y cuando consiguió recuperarla se fue. Las chicas boom-boom también.
Poco después llegaron otras tres motocicletas, otras seis chicas boom-boom y una mamasam (una madama). Yo estaba dentro, pero oí la puja. Y las quejas. Y el regateo. Y todo. Y no lo soportaba. Recuerda: mis tropas son lo bastante mayores como para combatir, lo bastante mayores como para votar —o deberían serlo— y lo bastante mayores como para ganar dinero y gastarlo. Y algunos de ellos van a estar muertos en un mes, así que salí y dije: «Vale, mamasan. Quieres veinte dólares. Tengo veinte hombres. Un dólar, un soldado».
Ella dijo: «No, no».
Yo dije: «Un dólar cada vez».
Dijo: «No no». Acordamos cuatro dólares por hombre. Todas las chicas toda la noche.
Había… vamos a ver. Dos chicas en cada dos búnkeres. No, una chica cada dos búnkeres. Y dos chicas en dos búnkeres, ¿no? Y la mamasan, bueno, había relevado a un teniente negro y me había informado. «No folla, ¿pero sabes qué? Está bien. Solo tiene veintiocho años. Está en el búnker de mando. Toda tuya».
Se suponía que yo tenía que ser respetable. Invité a la mamasan a entrar. En el búnker de mando no había sillas, solo un par de literas hechas con latas de munición sobre planchas de acero perforadas, cosas de la pista de aterrizaje. Le dio vergüenza sentarse en la cama de un soldado y se sentó sobre una esterilla vietnamita en el suelo. Llevaba puesto un vestido largo blanco típico de Saigón y unas bragas blancas debajo. Había un poco de parafina en una lata de ración C y la iluminaba como si fuera un candelabro. Era una mujer muy guapa.
Le dije: «Yo me llamo Rusty».
Ella dijo: «Yo llamo Susie».
Le dije: «¿Vives por aquí cerca?». Lo confieso, soy tímido con las chicas. Cuando conocía a alguna en una fiesta en Miami tenía que preguntarle tonterías: «¿Vives en Miami? Sí. Bueno. ¿En qué parte de Miami? En Miami Stores. Bueno. ¿Trabajas en Miami? ¿O siempre vas a Nueva York?». Preguntas estúpidas. Lo mismo que le pregunté a Susie en el búnker, pero no me importaba, quería romper el hielo. Susie ya me había pedido que me sentase en el suelo con ella, y lo hice. Pensé que ese podía ser el primer paso. Confieso que quería acostarme con ella. Lo estaba intentando.
Fuera oía a los soldados alborotarse, estaban inquietos. Me levanté (el RTO, el operador de radioteléfono estaba dentro, claro), salí y dije: «Todo con moderación. Estamos en Vietnam, no de marcha en Coney Island». Otras veces iba a ver si estaban vigilando el puente. Y en un momento le dije a Susie: «¿Un cigarrillo?». Tenía el paquete de Camel al otro lado de unas cajas de munición y me levanté. Ella, como buena vietnamita, dio un respingo y golpeó la lata de parafina de la ración C. La derramó y dijo: «Oh… oh… oh…», murmuró algo en vietnamita y se fue corriendo. La seguí.
Susie estaba junto al río. Estaba de rodillas y metía el pelo en el agua para enjuagar la parafina. O lo intentaba, porque, como es natural, se había convertido en trozos sólidos. Susie tuvo que volver al búnker para intentarlo con un peine de plástico barato. ¿Recuerdas cuando estás en la piscina y una chica empieza a ponerse bronceador, y te levantas y le ayudas a extenderlo? Lo del peine me dio más o menos pie. Al principio Susie dudaba, no es costumbre que un hombre peine el pelo de una mujer en Vietnam, pero me senté a su lado y empecé a hacerlo. Sentí mucha lástima por Susie. Quería acercarme para besarla y acariciarla. Si me dejaba, claro. Entonces una de las chicas de Susie entró corriendo y dijo que un soldado le había pegado. Pregunté al soldado: «¿Le has pegado?».
«¡Claro que no! Pero no quiere follar con nosotros».
«¡Hago una vez con todos soldados! ¡No dos veces con todos soldados!».
«Basta», le dije a él.
«¡Devolvednos los veinte dólares, entonces!».
«No, no, no, no…». Al final supongo que Susie le dijo: «Tienes que follar con los soldados otra vez». Y cuando se fueron, Susie se inclinó y se apoyó en mí. La rodeé con el brazo y me fumé un cigarro, estaba en el cielo.
Entonces, el RTO dijo: «Bueno, me voy a ir a dormir».
Yo dije: «Se está haciendo tarde».
Él dijo: «Dentro del búnker hace un calor horrible. Voy a dormir fuera».
Le dije a Susie: «¿Dormir?». Se puso las manos en la cara en ademán de rezar: dormir. Bajó un colchón hinchable —el otro ya estaba en el suelo— y los alineó. Cogí una manta para mí y otra para Susie. Nos tumbamos juntos e hicimos el amor.
Después hablamos, pero… Hacernos entender cualquier cosa nos llevaba horas prácticamente. ¿Has intentado hablar en serio con una chica cuyo vocabulario se reduce a «tú soldado», «tú número one», «tú número diez»? ¿O intentar explicar con señas una filosofía a una chica cuya filosofía no se parece a la tuyo? Susie me dijo: «No eres como VC. ¿Por qué?». Yo le decía que el VC era malo, y Susie decía: «VC no hace daño a mí. VC no hace daño a ti». O «Si tú portas bien VC, él porta bien contigo». Yo le decía que el VC era malo para el pueblo vietnamita, y Susie decía: «Lo mismo. Lo mismo. VC vietnamita. Vietnamita VC». Vale, yo decía que el VC era comunista y Susie solo decía «No poco… No entiendo». Susie no había oído nunca hablar de comunismo o democracia. ¿Qué podía hacer? Decirle que en una democracia los vietnamitas podrían elegir. No, no se lo dije. Si me hubiese respondido: «Bueno, pues escojo el comunismo». ¿Qué hago? ¿La mato? ¿La capturo? Porque si es comunista, esa es mi obligación.
A veces ahora me siento y lloro, en serio. Hasta en tiempos de los romanos, en las películas romanas, los romanos iban a hablar con sus enemigos. Yo fui a Vietnam, vi a la gente de allí, les miré a los ojos, escuché su filosofía. Y no pude rebatirla. No pude responder. Me callaba en cuanto alguien decía: «No poco». Me sentaba, tenía un pelotón allí y lo sabía: no puedo hablar con este hombre. O mujer. O niño (no puedo hablar con un niño de doce años ni en Estados Unidos). No hablo su idioma. No conozco sus costumbres. Y aún así… Tengo que convencerle de que los comunistas son malos. Porque si no lo hago, me han enseñado que él también se convertirá en un comunista. Se convertirá en mi enemigo. Incluso el Buen Libro, la Biblia, dice: «Destruirás a tu enemigo». No pasó mucho hasta que me di cuenta: no, no puedo comunicarme contigo. Y ya sabes cómo acabó.
Di veinte dólares a Susie. La fiesta se había acabado, y al amanecer teníamos que volver a ser soldados.
Nos dieron instrucciones en enero. Medina dijo que iríamos hacia el norte ese mismo día, seríamos la compañía Charlie del cuerpo especial Baker. Medina dijo: «Habrá acción».
¡Eso nos subió la moral! Cuando partió el convoy los soldados se reían, lanzaban a los niños sus raciones, y silbaban y gritaban a las chicas vietnamitas: «¡Boom-boom!». Yo iba sentado al frente, en el segundo camión, pensando: voy a ver al enemigo. Estaba emocionado. Nos íbamos cien kilómetros al norte a una nueva zona de aterrizaje. Nuestra misión era establecernos allí y destruir al VC en My Lai 1. Medina dijo que el pueblo llevaba veinticinco años en manos del VC. Los últimos soldados en entrar allí fueron los franceses. No, los japoneses. No…
Lo siento, no sé qué me pasa hoy. No pensé que me fuese a poner nervioso hablando de esto. Pensaba: «He ido a Vietnam y he vuelto. No debería tener ningún complejo». Pero después de hablar sobre ello ayer, no sé. Estuve pensando en ello. No podía dormir. Mi país me acusa de masacrar a gente inocente. Hasta el presidente lo llama masacre. Cuando estaba acostado pensaba: «Dios mío, ¿de quién hablan? Yo solo sé que fui a Vietnam e hice mi trabajo lo mejor que pude». Me he preguntado a mí mismo por qué lo hice. Por qué no me quedé en una esquina como todos los demás y dije: «No voy a ir. No está bien».
No lo sé. Solo soy un hombre al que se le han enseñado varias filosofías. Me enviaron a Vietnam con la absoluta convicción de que Estados Unidos tenía razón. Y no había gris y negro, ni gris y beis, ni verde ni ningún otro color. Solo había blanco y negro. Me enviaron allí para matar a un enemigo porque su filosofía estaba mal. Yo no ataqué personalmente a nadie en Vietnam. Personalmente. Representaba a mi país y lo obedecía. Por lo menos aprenderé algunas cosas en el consejo de guerra. ¿Qué es una masacre? Una bomba atómica en Hiroshima no es una masacre, pero cien personas es una masacre. No lo entiendo. ¿Cuál era mi misión allí? ¿Era encontrar, cercar y destruir al VC? ¿Entonces qué es un VC? ¿Es un hombre con una granada un VC? ¿Alguien que lo aloja es un VC? ¿Alguien que le fabrica una granada de mano? Ahora estoy en casa y oigo a gente decir: «Todo el mundo es un VC allí?». ¿Están en lo cierto? A lo mejor sí. Oigo a gente gritando: «¡Parad la guerra! ¡Parad la guerra!». ¿Tienen razón?. A lo mejor sí.
Si el ejército me declara culpable… Ya no me puede hacer más daño. No me puede hacer llorar, avergonzarme ni gritar más alto.
Es raro. A los soldados nunca se los juzga por un crimen de guerra, a menos que pierdan la guerra. A lo mejor es una señal de que la hemos perdido, no lo sé. He pensado mil cosas diferentes sobre este próximo juicio. Si estoy deprimido, preocupado o muy tenso, pienso: «Mierda. Y si le cuento a todo el mundo lo que hice y nadie me cree, y me dicen: «Eres un asesino. Eres escoria. Deberías morir». Pero otras veces pienso. Si el ejército me declara culpable… Ya no me puede hacer más daño. No me puede hacer llorar, avergonzarme ni gritar más alto. Si son tan inútiles como para colgarme, olvídalo. No sé cómo reaccionaría si me colgasen. Probablemente lloraría como un niño. No lo sé. Me encantaría ser valiente. A veces me he imaginado en la horca diciendo: «Que os den». Después saldría y la última palabra que resonaría en el patio sería: «Jerónimo». Glup. Y ya está.
Ojalá tuviese más vocabulario. Lo estoy haciendo fatal. Si mi boca reaccionase a lo que mi cerebro piensa o… A veces fantaseo con que defiendo mi argumento y demuestro que solo soy un dedo, el fragmento de un monstruo de Frankenstein que plantan a la gente en la cara para que no vea lo demás. Pero si no sé expresarlo bien, lo olvidaría enseguida. Una pregunta es si este juicio puede acabar en algo bueno. No lo había pensado antes. Esto es algo espontáneo, pro me gustaría que hubiese una revolución del pensamiento. Me gustaría que todos los americanos mirasen a los negros, a los judíos, a los mongoles, al resto del mundo, y dijesen: «En lo que a vivir y a morir se refiere, ¿qué tengo yo que sea mejor? En Vietnam solía coger nuestra propaganda y la arrugaba. Era para los vietnamitas, pero básicamente decía: «Barras y estrellas para siempre. Madreselva para siempre. Tumbaos en la playa para siempre. Podréis hacer cualquier cosa cuando termina la guerra. Podréis ser… » ¡Una mierda! Un granjero de Asia no quiere ser un científico nuclear. Tiene un búfalo de agua, quiere arar un poco y mantener a su familia. Ya está. ¿Es malo el comunismo para un vietnamita con un arrozal? Probablemente el comunismo no le haga ningún daño. Comparado con una guerra… el comunismo puede venir caído del cielo.
Revolución del pensamiento; yo soy optimista. Somos un país valiente. Tenemos mucho por lo que vivir. Diremos: «Vale, nosotros creemos en esto. Si tú no lo crees, no pasa nada. Vamos a vivir felices». Lo veo claro. Sí, puede pasar. Sí, lo veo venir.
El segundo artículo de la serie aparece en el número de febrero de 1971 de Esquire.